Dudé antes de tocar el timbre, ya que esperaba encontrarme con un edificio de departamentos, en cambio, este era un chalet, no muy grande, con un cuidado jardín adelante y con el clásico techo a dos aguas con tejas rojas. Toda la cuadra daba la sensación de quietud de un pueblo, sin embargo, no era así, estaba en Caballito, cerca de la avenida Gaona.
Me recibió con una sonrisa leve y cálida que preanunciaba una conversación distinta de la que yo esperaba.Todo parecía tierno e inocente como los días que habíamos pasado juntos, cómo explicarlo, con un espacio preciso para el deseo que ambos sentíamos, esa mezcla intrincada de cuando estás dentro del ser que amas y, sin embargo, no lo posees tanto como cuando intentabas abordarlo con el ansia del deseo de todo tu ser, como causa y origen de la vida.
Nos sentamos y hablamos.
-Aquí estoy -comenzó diciéndome- en esta casa, sola, a los cincuenta años y sin el ser que me acompañó en los peores momentos de mi vida. En estos días que vivimos y que nos conocimos íntimamente, cuando volvía a casa, sentía nuevamente ese gusto espantoso, el gusto del miedo, el mismo que cuando iba a la clínica a ver a mi madre agonizante.
Se acercó y lloró sobre mi hombro, mientras yo sólo atinaba a acariciarle sus cabellos con mis manos heladas. Casi había olvidado todo lo que iba a decirle y murmuré lentamente.
-Si mirás hacia atrás, es posible que en tu pasado encuentres personas extrañas o familiares, entonces no podés tomar este presente como algo definitivo... si estás menos angustiada, por qué dejar de lado este corazón que late a tu lado y te quiere.
-Quiero que escuches esto...
-No quiero que seas desdichada por algo que no se puede cambiar, puedes actuar de otra manera, disfrutar esto que estamos viviendo. Estoy seguro que ella lo querría así...
-No, no. ¿Te acordás todo lo que hablamos sobre mi pueblo, Valcheta?
Me sentía mal, sin imaginar una respuesta y totalmente desanimado.
-Si -le contesté, mirando hacia otro lado- pero eso queda muy lejos, casi 1200 kilómetros y qué vas a hacer allí?
Se levantó y fue a buscar dos vasos de no sé qué bebida.
-Le pongo hielo, como siempre?
-Si... no importa, ahora dejá eso y... vení.
-¿Estás enojado?
-No, triste. Porque no le prestás atención a lo que tiene que ser importante en tu vida. No podés seguir...
Me interrumpió. Se acercó, me dio un beso y nos quedamos mirándonos a los ojos, abrazados y en silencio. Ninguno de los dos podía hablar.
Me dijo, lentamente, casi dibujando cada palabra, y sin dejar de mirarme:
-Sabés que te quiero y mucho, pero debo alejarme, necesito volver a aquello que era bueno para mí, que tiene una parte de mi vida que dejé cuando vinimos a Buenos Aires.
Recuperé mi sonrisa, para disimular mi tristeza.
-Ya sé, te sentís frágil, todo es terrible y no querés buscar ayuda conmigo.
-Tampoco puedo volver a dar clase, los alumnos me molestan, no tengo paciencia... Sin embargo, tu culpa es grande, porque por momentos olvidaba y vivía tratando de seguir tu alegría que me alentaba y me decía a mí misma: ¡lo hice! Y era feliz.
Se calló. Sonreí débilmente, se aproximó aún más, pasó un brazo alrededor de mis hombros, me agarré a ella y lloré suavemente. Me sentía desnudo a su lado, con la cálida voluptuosidad de las lágrimas resbalando sobre nuestra mejillas. Nos separamos.
-¿Cuando te vas?
-El viernes, ya pedí licencia sin goce de sueldo. Serán seis meses y tendremos tiempo de hacernos perdonar nuestra felicidad.
Sacó un papel, evidentemente, lo tenía preparado, y me lo entregó, tomándome ambas manos y juntándolas con las suyas.
-Esta es mi dirección y el teléfono de mi casa. Cuando llegue te voy a llamar... no soporto que me pongas mala cara. Vamos...
Le sonreí. Siempre esa voz, esos ojos, esos labios, el marco encantador de sus cabellos, ella era todo.
-Quizás tengas razón. De alguna forma había que salir de esto.
Me tomó de los hombros.
-Debía decirte la verdad, y me cuesta mucho esta separación. Pero la necesito.
-Te comprendo, pero en un momento me sentí felíz y no pensé que esto pudiera suceder.
De pronto advertí lo evidente, el camino hasta la puerta sería largo y doloroso.
Nos despedimos porque no quiso que la acompañara hasta Aeroparque.
Y volví a sonreir. Cuando estaba en el taxi, pensaba: es tan difícil detestar a alguien que se ama.
Con todo afecto.
Me recibió con una sonrisa leve y cálida que preanunciaba una conversación distinta de la que yo esperaba.Todo parecía tierno e inocente como los días que habíamos pasado juntos, cómo explicarlo, con un espacio preciso para el deseo que ambos sentíamos, esa mezcla intrincada de cuando estás dentro del ser que amas y, sin embargo, no lo posees tanto como cuando intentabas abordarlo con el ansia del deseo de todo tu ser, como causa y origen de la vida.
Nos sentamos y hablamos.
-Aquí estoy -comenzó diciéndome- en esta casa, sola, a los cincuenta años y sin el ser que me acompañó en los peores momentos de mi vida. En estos días que vivimos y que nos conocimos íntimamente, cuando volvía a casa, sentía nuevamente ese gusto espantoso, el gusto del miedo, el mismo que cuando iba a la clínica a ver a mi madre agonizante.
Se acercó y lloró sobre mi hombro, mientras yo sólo atinaba a acariciarle sus cabellos con mis manos heladas. Casi había olvidado todo lo que iba a decirle y murmuré lentamente.
-Si mirás hacia atrás, es posible que en tu pasado encuentres personas extrañas o familiares, entonces no podés tomar este presente como algo definitivo... si estás menos angustiada, por qué dejar de lado este corazón que late a tu lado y te quiere.
-Quiero que escuches esto...
-No quiero que seas desdichada por algo que no se puede cambiar, puedes actuar de otra manera, disfrutar esto que estamos viviendo. Estoy seguro que ella lo querría así...
-No, no. ¿Te acordás todo lo que hablamos sobre mi pueblo, Valcheta?
Me sentía mal, sin imaginar una respuesta y totalmente desanimado.
-Si -le contesté, mirando hacia otro lado- pero eso queda muy lejos, casi 1200 kilómetros y qué vas a hacer allí?
Se levantó y fue a buscar dos vasos de no sé qué bebida.
-Le pongo hielo, como siempre?
-Si... no importa, ahora dejá eso y... vení.
-¿Estás enojado?
-No, triste. Porque no le prestás atención a lo que tiene que ser importante en tu vida. No podés seguir...
Me interrumpió. Se acercó, me dio un beso y nos quedamos mirándonos a los ojos, abrazados y en silencio. Ninguno de los dos podía hablar.
Me dijo, lentamente, casi dibujando cada palabra, y sin dejar de mirarme:
-Sabés que te quiero y mucho, pero debo alejarme, necesito volver a aquello que era bueno para mí, que tiene una parte de mi vida que dejé cuando vinimos a Buenos Aires.
Recuperé mi sonrisa, para disimular mi tristeza.
-Ya sé, te sentís frágil, todo es terrible y no querés buscar ayuda conmigo.
-Tampoco puedo volver a dar clase, los alumnos me molestan, no tengo paciencia... Sin embargo, tu culpa es grande, porque por momentos olvidaba y vivía tratando de seguir tu alegría que me alentaba y me decía a mí misma: ¡lo hice! Y era feliz.
Se calló. Sonreí débilmente, se aproximó aún más, pasó un brazo alrededor de mis hombros, me agarré a ella y lloré suavemente. Me sentía desnudo a su lado, con la cálida voluptuosidad de las lágrimas resbalando sobre nuestra mejillas. Nos separamos.
-¿Cuando te vas?
-El viernes, ya pedí licencia sin goce de sueldo. Serán seis meses y tendremos tiempo de hacernos perdonar nuestra felicidad.
Sacó un papel, evidentemente, lo tenía preparado, y me lo entregó, tomándome ambas manos y juntándolas con las suyas.
-Esta es mi dirección y el teléfono de mi casa. Cuando llegue te voy a llamar... no soporto que me pongas mala cara. Vamos...
Le sonreí. Siempre esa voz, esos ojos, esos labios, el marco encantador de sus cabellos, ella era todo.
-Quizás tengas razón. De alguna forma había que salir de esto.
Me tomó de los hombros.
-Debía decirte la verdad, y me cuesta mucho esta separación. Pero la necesito.
-Te comprendo, pero en un momento me sentí felíz y no pensé que esto pudiera suceder.
De pronto advertí lo evidente, el camino hasta la puerta sería largo y doloroso.
Nos despedimos porque no quiso que la acompañara hasta Aeroparque.
Y volví a sonreir. Cuando estaba en el taxi, pensaba: es tan difícil detestar a alguien que se ama.
Con todo afecto.