miércoles, 26 de agosto de 2009

UN TREN LEJANO

Dudé antes de tocar el timbre, ya que esperaba encontrarme con un edificio de departamentos, en cambio, este era un chalet, no muy grande, con un cuidado jardín adelante y con el clásico techo a dos aguas con tejas rojas. Toda la cuadra daba la sensación de quietud de un pueblo, sin embargo, no era así, estaba en Caballito, cerca de la avenida Gaona.

Me recibió con una sonrisa leve y cálida que preanunciaba una conversación distinta de la que yo esperaba.Todo parecía tierno e inocente como los días que habíamos pasado juntos, cómo explicarlo, con un espacio preciso para el deseo que ambos sentíamos, esa mezcla intrincada de cuando estás dentro del ser que amas y, sin embargo, no lo posees tanto como cuando intentabas abordarlo con el ansia del deseo de todo tu ser, como causa y origen de la vida.

Nos sentamos y hablamos.

-Aquí estoy -comenzó diciéndome- en esta casa, sola, a los cincuenta años y sin el ser que me acompañó en los peores momentos de mi vida. En estos días que vivimos y que nos conocimos íntimamente, cuando volvía a casa, sentía nuevamente ese gusto espantoso, el gusto del miedo, el mismo que cuando iba a la clínica a ver a mi madre agonizante.

Se acercó y lloró sobre mi hombro, mientras yo sólo atinaba a acariciarle sus cabellos con mis manos heladas. Casi había olvidado todo lo que iba a decirle y murmuré lentamente.

-Si mirás hacia atrás, es posible que en tu pasado encuentres personas extrañas o familiares, entonces no podés tomar este presente como algo definitivo... si estás menos angustiada, por qué dejar de lado este corazón que late a tu lado y te quiere.

-Quiero que escuches esto...

-No quiero que seas desdichada por algo que no se puede cambiar, puedes actuar de otra manera, disfrutar esto que estamos viviendo. Estoy seguro que ella lo querría así...

-No, no. ¿Te acordás todo lo que hablamos sobre mi pueblo, Valcheta?

Me sentía mal, sin imaginar una respuesta y totalmente desanimado.

-Si -le contesté, mirando hacia otro lado- pero eso queda muy lejos, casi 1200 kilómetros y qué vas a hacer allí?

Se levantó y fue a buscar dos vasos de no sé qué bebida.

-Le pongo hielo, como siempre?

-Si... no importa, ahora dejá eso y... vení.

-¿Estás enojado?

-No, triste. Porque no le prestás atención a lo que tiene que ser importante en tu vida. No podés seguir...

Me interrumpió. Se acercó, me dio un beso y nos quedamos mirándonos a los ojos, abrazados y en silencio. Ninguno de los dos podía hablar.

Me dijo, lentamente, casi dibujando cada palabra, y sin dejar de mirarme:

-Sabés que te quiero y mucho, pero debo alejarme, necesito volver a aquello que era bueno para mí, que tiene una parte de mi vida que dejé cuando vinimos a Buenos Aires.

Recuperé mi sonrisa, para disimular mi tristeza.

-Ya sé, te sentís frágil, todo es terrible y no querés buscar ayuda conmigo.

-Tampoco puedo volver a dar clase, los alumnos me molestan, no tengo paciencia... Sin embargo, tu culpa es grande, porque por momentos olvidaba y vivía tratando de seguir tu alegría que me alentaba y me decía a mí misma: ¡lo hice! Y era feliz.

Se calló. Sonreí débilmente, se aproximó aún más, pasó un brazo alrededor de mis hombros, me agarré a ella y lloré suavemente. Me sentía desnudo a su lado, con la cálida voluptuosidad de las lágrimas resbalando sobre nuestra mejillas. Nos separamos.

-¿Cuando te vas?

-El viernes, ya pedí licencia sin goce de sueldo. Serán seis meses y tendremos tiempo de hacernos perdonar nuestra felicidad.

Sacó un papel, evidentemente, lo tenía preparado, y me lo entregó, tomándome ambas manos y juntándolas con las suyas.

-Esta es mi dirección y el teléfono de mi casa. Cuando llegue te voy a llamar... no soporto que me pongas mala cara. Vamos...

Le sonreí. Siempre esa voz, esos ojos, esos labios, el marco encantador de sus cabellos, ella era todo.

-Quizás tengas razón. De alguna forma había que salir de esto.

Me tomó de los hombros.

-Debía decirte la verdad, y me cuesta mucho esta separación. Pero la necesito.

-Te comprendo, pero en un momento me sentí felíz y no pensé que esto pudiera suceder.

De pronto advertí lo evidente, el camino hasta la puerta sería largo y doloroso.

Nos despedimos porque no quiso que la acompañara hasta Aeroparque.

Y volví a sonreir. Cuando estaba en el taxi, pensaba: es tan difícil detestar a alguien que se ama.

Con todo afecto.

viernes, 21 de agosto de 2009

UN BESO AL PASADO

Después de tantos días juntos, su partida me había entristecido. Sin embargo, tenía la sensación de que todo iba a renacer en algún momento y cuando veo una expresión negativa en un rostro, no reacciono como antes.

Me acerqué a un bar porque tenía frío, el frio de la decepción, y pensé que un whisky y un cigarrillo, me animarían a esperar unos minutos para entender sus palabras. Pasé una hora
así y , finalmente, la llamé.

Le pregunté si estaba en su casa y me dijo que si, que recién llegaba. No dudé más y, sin pausa: "No puedo estar sin vos y quiero compartir todos esos momentos en que me dijiste que eran necesarios para que sigamos juntos sin mentirnos." No me contestó enseguida, un silencio eterno para mí. "Estás seguro de esto que me decís?" Le interrumpí: "Ya no tengo edad para jugar ni para herir." Nueva pausa. "Bueno, vení, así hablamos, pero me parece todo demasiado rápido. Es cierto que yo también deseo verte, pero cuando una ha llevado una vida demasiado dura y devorada por los demás... no sé..." No la dejé terminar: "Yo también dejé muchas partes de mi vida por el camino." Su voz se suavizó de una manera imperceptible, pero no desconocida para mí. "Sí, si ya sé. Vení, te espero." Cortamos. Empecé a creer y a sonreir. Y me tomé un taxi.

Y durante el viaje me dediqué a pensar en qué sentiría ella.


martes, 4 de agosto de 2009

EL PLACER DEL AFECTO

Este breve relato quiero dedicárselo a ese ser que estuvo a mi lado en un momento difícil para mí. No es frecuente que haga esto porque no me gusta compartir sentimientos que a lo mejor no interesan a los demás. Pero esta vez es una promesa que le hice a ella, cuando al finalizar uno de nuestros encuentros, le dije que tenía un blog y que en él volcaba parte de mi visión de la vida a través de textos que elegía con afecto.

Mi hermano estuvo internado -hasta hace pocos días- yo me quedaba con él, por la mañana o por la tarde. A veces, cuando él se dormía, yo salía para distraerme, a un pequeño hall que había en el piso de cirugía. Ella estaba allí, vestida de negro y con la tristeza en su rostro, lo que me daba la sensación de que también tenía un ser querido internado. Dos días se repitió la escena: ella sentada frente a mí en un sillón, hasta que me tocó cuidarlo de noche a mi hermano. Creo que alguna vez les habrá tocado permanecer esas horas interminables de la noche en la que no se puede dormir porque entran y salen cada dos o tres horas enfermeras y médicos para controlar al paciente. Entonces decidí quedarme afuera en esas pequeño hall. Allí estaba ella secándose y conteniendo unas lágrimas que bajaban lentamente y que trataba de ocultar.

El dolor nos hace solidarios cuando intuimos que alguien está pasando por una situación similar a la nuestra. Ya habían pasado tres días desde que yo había recibido el parte médico y ocultado mis lágrimas en un rincón de los jardines. Así que asumía con resignación todo lo que me estaba pasando. Por eso me acerqué, me senté a su lado, en silencio, y así esperé unos minutos. Este era el tercer día que cruzábamos nuestras miradas sin decirnos una palabra.

Pero esa madrugada, cansados como estábamos, era mejor hablarnos, por lo menos, para aceptar la realidad y compartirla. Entonces le pregunté, por la persona que tenía internada y me dijo que era su madre que ya tenía 82 años, pero que realmente la había acompañado en los momentos más difíciles de su vida, que no había sido facil, y ahora sentía que se le iba un ser que le había dado todo hasta este momento, en que se había operado y el pronóstico era una dolencia defintiva.

Nos levantamos y fuimos caminando hasta la habitación donde estaba su madre, frente a la de mi hermano. Vimos que estaban tranquilos y me preguntó por él. Le relaté brevemente lo que tenía, para no apesadumbrarla, pero sí le dije que era el último de mis hermanos y que ya no me quedaba ninguno.

Volvimos al hall y continuó con el relato, diciéndome que era hija única, que su padre había sido bancario y por eso estaba internada allí su madre. Así comenzamos a contarnos todo lo atinente a nuestras vidas y, por unas horas aliviamos la tensión de la noche y quedamos que a la mañana cuando nos relevara un familiar tomaríamos el desayuno en el bar del policlínico.

Me recosté en un sillón que había en la habitación y me quedé dormido hasta que nuevamente me despertó una enfermera. Un rato después llegó mi sobrina y me fui.

En una de las mesas estaba ella. La verdad, pensé que no iba a estar. Pero sí, me había esperado, porque yo me demoré hablando con el médico que atendía a mi hermano ya que lo conozco desde hace muchos años.

Nos dimos un beso en la mejilla. En silencio, tomamos el desayuno, y de pronto, casi al mismo tiempo, sonreímos después de muchos días de ansiedad. Es cierto, una sonrisa triste. Pero al fin sentimos que podíamos hablar de algo distinto, algo nuestro, porque lo necesitábamos.

En frente está la Plaza Irlanda, hacía mucho frío, pero el sol invernal comenzaba a asomarse a través de los árboles pelados y, tomados del brazo, comenzamos a caminar, a sentir cómo el calor de nuestros cuerpos se identificaban con el relato de nuestras vidas.

Nos vimos a la mañana siguiente. Pero ya teníamos un motivo más para estar allí, ya no seríamos dos extraños llenos de dolor, sino dos seres animados y unidos por el placer del afecto.

Para Dina.